Autobiografía de Susana Villegas Sánchez, egresada Montessori 2018.
Escrita para un trabajo de su primer semestre de Medicina, en la Universidad CES.
“¿Ser médica? -Nunca en la vida”. Seré sincera, el estudiar medicina no pasaba por mi cabeza en ningún momento; yo solo quería ser mamá y cuidar a mis hijos. Pero la vida da unas vueltas inesperadas, y hoy puedo decir que yo, Susana Villegas Sánchez quiero ser médica cuando sea grande. Pero esta afirmación no surgió de la nada, pues soy fiel creyente de que todo pasa por algo, y que somos lo que somos por momentos, personas y circunstancias que nos dirigen a lo que nacimos para ser. Crecí en una familia grande, con 3 hermanos y mis papás, rodeada de valores como: el ser humilde, el ayudar a las personas que más lo necesitan y el agradecimiento ante todo. Siempre he tenido un interés científico muy grande, saber el porqué de todas las cosas me atraía enormemente. Fue por esto que en el 2017 decidí entrar al semillero de aspirantes para Medicina en el CES, allí me enamoré totalmente de la parte intelectual de la medicina, me parecía increíble cada cosa que aprendía. Sin embargo, este no fue el punto decisivo en el que elegí emprender esta carrera, pues se requiere mucho más que el conocimiento para ser médico.
A los 17 años tomé una decisión que cambiaría mi vida para siempre. Decidí irme para África únicamente a servir, a ser útil, y ayudar a personas que no son tan afortunadas como yo en la vida. El 12 de Julio del 2018 emprendí mi viaje hacia Kenia, viviendo en Kimuka con la comunidad Maasai, mientras enseñaba inglés en una escuelita de ese mismo sector llamada “Shallow bright”. Las condiciones allí no eran fáciles, pues era un lugar en medio de la nada, donde no tenía agua para bañarme, ni sanitario, y muchas veces no tenía comida para alimentarme. A pesar de ello, siempre me he considerado una persona muy desapegada a lo material y a la comodidad, por lo que dicho cambio tan drástico no fue tan perturbador para mí. En este lugar me reconfirmé que no puede haber algo mejor que vivir a lo simple, y que se puede ser feliz con muy pocas cosas.
Luego de finalizar el tiempo allí, me fui para un pueblo de Kenia llamado Ongata Rongai; en este lugar mi trabajo sería ayudar en un centro de niños discapacitados. Sin embargo, la primera vez que entré al “Ongata Rongai Special home and Training center” me sentí abrumada. Lo primero que vi fue un niño retorciéndose en el piso, otro gritando mientras se pegaba en cabeza, y otros escupiendo toda la comida que les daban ya que su discapacidad les impide tragar. No voy a mentir al decir que lo primero que se me vino a la mente fue que no sería capaz, que no podría aguantar ver la triste realidad de niños que aparte de vivir con su discapacidad, les toca sobrellevarla en unas condiciones miserables. A pesar de esto, me propuse a mí misma que lo intentaría, que lo daría todo y con el amor más grande.
Hoy en día agradezco a esa Susana que se retó y se puso la meta de que lo lograría ya que en este lugar aprendí cosas que no pude haber hecho en ningún otro lado. El trabajo allá era darles los cuidados básicos a estos niños, que en su mayoría tienen parálisis cerebral. Debía bañarlos, cambiarles el pañal, vestirlos, darles el desayuno, almuerzo y comida, pero ante todo me di cuenta de que lo que más debía darles era amor. La falta de amor que estos niños tienen es completamente devastadora, ya que en Kenia tener un hijo con discapacidades se considera una maldición, entonces sus familias los dejan allá como si fueran un desecho y los abandonan. Darles el amor que nunca habían tenido era lo mínimo que podía hacer, pues, aunque sabía que no cambiaría su vida, podría llegar a hacer de su día algo mejor, o por lo menos algo no tan horrible.
Tengo la certeza de que la vida nos manda las personas que necesitamos en cada momento, y así me pasó a mí, conocí a una señora llamada “Purity”, ella hacia parte de una comunidad cristiana la cual ayudaba a las familias más necesitadas del sector “Kware slum”. Yo tenía claro que mi meta era ayudar, en verdad quería hacer un cambio en la vida de las personas más vulnerables, y darles lo máximo que pudiera, por lo que aporté (con la ayuda de donaciones) pequeños mercados a 79 familias, algunas de ellas refugiados del Congo, mamás cabezas de familia, y personas con VIH. Después de dar estos mercados, me di cuenta de que todavía era posible hacer más. Fue así que escogimos a las 12 familias con la mayor cantidad de hijos y las más necesitadas para darles un mercado que les durara aproximadamente 1 mes. También decidí “apadrinar” el alimento de dos escuelitas de este lugar, para que de esta forma los niños del Kware slum tuvieran comida en el colegio por dos meses.
En mi opinión el brindarle salud a las personas es la mejor forma de ayudar, pues se puede tener todo, pero sin salud no hay nada. Esta afirmación me hacía sentir muchas veces impotencia, pues quería hacer más pero no estaba en mis manos, entonces concluí que darles comida a estos niños por lo menos podría evitarles varios días de hambre y desnutrición. Los aprendizajes y el tiempo que pasé en Ongata Rongai son inigualables, asimilé lo afortunada que soy y lo mucho que tengo que deberle a la vida, me volví todavía más sensible y empática hacia el sufrimiento del ser humano. Sin embargo, afiancé mi carácter y cogí la fuerza necesaria para afrontar estas realidades tan crudas y fuertes, pues sé que en vez de sentarme a llorar por el otro, debo de pararme todavía con más coraje para poder buscarle una solución (por lo menos pasajera) a su sufrimiento.
Mi siguiente parada fue Arusha, Tanzania. El plan inicial era ser voluntaria en un orfanato, pero al momento que supe que había un centro de niños con discapacidades no dudé en irme para allá. Este lugar era diferente al que estuve en Kenia, se sentía diferente, los niños se veían más felices y tranquilos, no tardé en darme cuenta que era la atención y el cuidado que les daban. Aunque muchas veces me enfrenté con el difícil dilema de saber si las “terapias” que les hacían en sus extremidades para que algún día pudieran caminar eran las adecuadas, ya que lloraban y gritaban del dolor, pero interferir en aspectos culturales, y más si no se tiene el conocimiento de cómo sería la forma “correcta” es complicado. A pesar de esto, lo mínimo que podía hacer era estar ahí para darles la mano y acompañarlos en su dolor. Este sufrimiento se recompensaba en un 100% cuando podía presenciar a estos niños dando sus primeros pasos y caminando solos por primera vez. Ellos me enseñaron lo fácil que es ser feliz, que las cosas más pequeñas de la vida son lo que la hacen buena. Para ellos un abrazo, una canción, estar al aire libre o cogerles la mano era más que suficiente para sacarles una buena sonrisa.
Y aquí estoy, a mitad del primer semestre, dándolo todo de mí, porque sé y tengo claro que cuando acabe iré por el mundo ayudando a las personas más desamparadas. No me veo siendo ni la más exitosa, ni la más lucrada económicamente, pero sí me veo en los lugares más recónditos y las esquinas más vulnerables del mundo, prestándole mi servicio a las personas que más lo necesitan. Algún día volveré al África, y esta vez sí podré cambiar vidas, podré sanar física y mentalmente a personas con VIH, podré realizar cirugías a niños discapacitados, y podré dar todo mi conocimiento para mejorar de alguna u otra forma al mundo.
La vida es un instante, es efímera e incierta. No sabemos en qué momento llegará a su final, por eso vale la pena hacer de ella algo valioso, usarla para el bien, y no solo el propio sino el de las demás personas. ¡Entonces, sí! Después de 19 años he decido aventurarme a este camino que sé que no será fácil y traerá dificultades, pero al fin y al cabo estaré dándole salud a las personas que más lo necesitan, por lo que será una vida bien vivida.